terça-feira, 2 de dezembro de 2008

A Constituição espanhola de 1978 e a mudança constitucional

O Prof. Farlei Martins envia o seguinte texto de autoria do ex-Vice-Presidente do Tribunal Constitucional Espanhol Francisco Rubio Llorente publicado no jornal "El País" de 2 de dezembro de 2008 no qual o constitucionalista aborda o tema dos trinta anos de vigência da Constituição espanhola de 1978.

A diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con los gusanos de seda, las
sociedades humanas no están formadas por individuos que hayan llegado al
mundo simultáneamente y sólo tras la extinción de los que les precedieron.
Desde el punto de vista de la edad de sus miembros, forman un continuo que
sólo artificiosamente cabe considerar dividido en generaciones. Es sin
embargo un artificio frecuente, y útil cuando la división entre generaciones
se hace por referencia a una fecha significativa para el análisis que se
pretende llevar a cabo.

El propósito de este artículo es el de hacer algunas reflexiones sobre
nuestra Constitución al cumplir los 30 años y, en consecuencia, parece que
la fecha significativa para la división de nuestra sociedad en generaciones
es la de su promulgación, diciembre de 1978. Los españoles que tenían
entonces derecho de voto han de tener ahora al menos 48 años, aunque muchos
tengamos desgraciadamente bastantes más. Con independencia de que hicieran o
no uso de ese derecho y del sentido de su voto, tuvieron la posibilidad de
manifestar su opinión sobre la Constitución y por tanto han de considerarse
obligados por ella, como expresión de la voluntad de la mayoría. La
abrumadora mayoría de ellos no tuvieron parte alguna en la elaboración del
texto constitucional, pero por la razón dicha, parece adecuado denominar la
generación formada por ellos como la de los padres de la Constitución,
aunque esta denominación se utilice habitualmente en un sentido más
estrecho; incluso demasiado estrecho, puesto que deja fuera a hombres que,
como Adolfo Suárez o Felipe González, Fernando Abril o Alfonso Guerra,
alguna parte tuvieron en esa obra. La generación siguiente estaría integrada
por quienes han adquirido el derecho de sufragio, la ciudadanía plena, ya
dentro de la Constitución, los españoles que están entre los 18 y los 48
años. Una generación que cabe denominar la de los hijos de la Constitución.

Estas dos generaciones no abarcan la totalidad de los españoles vivos,
puesto que muchos de ellos no han llegado todavía a la ciudadanía plena.
Forman otra generación que podría denominarse la de los nietos, pero esta
concesión a la simetría no es necesaria y puede resultar perturbadora.
Aplicada a la Constitución, la afirmación de que, según el principio
democrático, la tierra pertenece a las generaciones vivas, sólo tiene
sentido si se la entiende referida a las integradas por quienes pueden
disponer de ella, manteniéndola sin cambio alguno, introduciendo en ellas
las reformas que juzguen necesaria, o en último término, violándola o
destruyéndola, aunque en este último caso, como es evidente, democrático o
no, el poder empleado será puramente fáctico, no jurídico. Las únicas
generaciones vivas a tener en cuenta desde el punto político son la de los
padres y la de los hijos.

La mayor parte de los españoles vivos forman parte de una u otra de estas
generaciones, cuyas dimensiones son muy desiguales. Según los datos que el
Instituto Nacional de Estadística ofrece en la red, la generación de los
padres de la Constitución estaría integrada por algo más de 15 millones, y
la de los hijos tendría ya más de 21. Estas cifras son producto de mi propio
cálculo pero, pese a sus inexactitudes, creo que la relación entre las
dimensiones de una y de otra permite afirmar que nuestra Constitución está
hoy en manos de sus hijos. Que es a ellos a quienes incumbe mantener en buen
estado nuestra vida constitucional, pues son ellos quienes pueden defender
la Constitución contra sus enemigos y sobre ellos pesa el deber de corregir
los defectos que la práctica ha puesto de manifiesto.

Nuestra vida constitucional es buena, pero podría ser mejor; nuestra
Constitución es excelente, pero tiene defectos. Si aquélla no es mejor y
estos defectos persisten es porque nada se hace para lograrlo, una pasividad
que quizás puede explicarse porque los hijos de la Constitución tienen una
idea inadecuada de ella y un exceso de veneración por el texto
constitucional.

La idea es inadecuada por ser en parte parcial y en parte falsa. Esta
generación parece ver la Constitución exclusivamente desde la perspectiva de
los Derechos. Como un texto que reconoce y garantiza los que cada uno de los
españoles tenemos o deberíamos en razón de nuestra dignidad humana y los que
las Comunidades Autónomas tienen o deberían tener como emanación de su
derecho, también preconstitucional a la autonomía. Una perspectiva que no es
falsa, pero que no permite ver la realidad constitucional, mucho más amplia.
La Constitución sirve para limitar y dividir el poder, pero también para
dotarlo de una organización que asegure su legitimidad democrática y le
permita actuar con eficacia, y no puede llevarse a cabo aquella tarea sin
hacer primero ésta. No hay Estado de derecho si no hay Estado.

Esta perspectiva parcial, que induce a desinteresarse por todas aquellas
partes del texto constitucional que no estén en relación directa con los
Derechos, no es la única causa de la inadecuación de la idea que hoy se
tiene de él. La idea es también inadecuada porque está apoyada en la falsa
creencia de que el texto de nuestra Constitución es hoy el mismo que fue
promulgado hace 30 años, con la única excepción de la levísima modificación
establecida en 1992 en relación con los ciudadanos europeos. Y no es así.
Nuestra Constitución, como todas, no cambia sólo cuando es reformada, sino
también por otras vías que alteran el sentido de sus preceptos o los privan
de fuerza. Valga un ejemplo reciente, el de la preocupación por la entrada
de capital ruso en una empresa nacional.

Como esa preocupación viene del temor a que el capital que controla la
empresa anteponga sus propios intereses al interés general, el remedio más
simple sería el de ponerla bajo el control del Estado, haciendo uso de los
poderes que le otorga el artículo 128 de la Constitución. Pero éste es un
remedio al que no cabe acudir porque, aunque ese artículo no ha cambiado, el
Estado no puede utilizarlo sin la autorización de la Comisión Europea,
vigilante celosa de la libertad de mercado.

Pero la pasividad de los hijos de la Constitución no se explica sólo, ni
principalmente, por la idea inadecuada que de ella tienen. Viene más
directamente de un exceso de veneración por ella. Su actitud respecto del
texto constitucional se asemeja en alguna medida a la del pueblo judío
respecto de las Tablas de la Ley. Parecen ver en ella un texto sagrado
recibido de arriba, en el que los hombres no pueden poner sus manos.

Es esta visión que la generación de los hijos de la Constitución tienen de
ella, una visión que alienta la generación de los padres, la que les impide
acometer la tarea de reformar la Constitución para corregir los defectos hoy
perceptibles en ella. Eliminar preceptos que, como los que dan preferencia
al hombre sobre la mujer en la sucesión a la Corona, o exigen la condición
de reciprocidad para conceder voto a los extranjeros en nuestras elecciones
municipales, han perdido su razón de ser si alguna vez la tuvieron.
Modificar la regulación de algunas instituciones como el Consejo General del
Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, que sólo por esta vía pueden
ser protegidas de la dinámica propia de la democracia representativa. Y
sobre todo concluir la organización territorial, o cuando menos racionalizar
el proceso que lleva hacia ella.

Se dirá que sea o no verdad, lo que digo no es oportuno. Que en tiempos de
tribulación no se ha de hacer mudanza, o que no está el horno para bollos,
etcétera. Tal vez tengan razón quienes así piensan, aunque no es seguro.
Hace 30 años no se ataban los perros con longaniza, y por mucho que sea el
trabajo de reformar ciertos artículos de la Constitución, tal vez no sea
mayor que el de negociar sin ese apoyo el sistema de financiación de las
Comunidades Autónomas y determinar cuál es el grado de diferencia en el goce
de los derechos que la Constitución tolera. Pero aunque las razones
pragmáticas fueran incontestables, no cabe oponerlas a la conveniencia de
abrir debate sobre la reforma constitucional, para hacerla "luego que las
circunstancias políticas de la Nación lo permitan", que es la fórmula que
las Cortes de Cádiz utilizaron para endosar a las siguientes la difícil
tarea de hacer una división más adecuada del territorio nacional.

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