segunda-feira, 19 de agosto de 2013
A nova esquerda latino-americana
SEMINARIO DE TEORÍA CONSTITUCIONAL Y FILOSOFÍA POLÍTICA.
UNA MIRADA IGUALITARIA SOBRE EL CONSTITUCIONALISMO. COORDINADOR: ROBERTO GARGARELLA.
18/07/2013
La izquierda que no es. Sobre la “nueva izquierda” en América Latina
Roberto Gargarella
Breve introducción
En este trabajo quiero examinar críticamente el concepto de “izquierda” que se emplea en el libro The Resurgence of the Latin American Left, una obra editada por dos de los más importantes latinoamericanistas de nuestro tiempo, Steven Levitsky y Kenneth Roberts. La motivación principal que guía a mi trabajo es la de cuestionar la noción de “izquierda” empleada en el libro que, según entiendo, nos compromete con una concepción teórico-política muy difícil de aceptar. En particular, y en relación con el objeto principal del libro citado, la definición cuestionada diluye de tal modo el significado del término “izquierda,” que casi cualquiera de los gobiernos latinoamericanos que ejercieron el poder luego del año 2000 puede pasar a considerarse un gobierno de izquierda, con todas las desafortunadas implicaciones que pueden seguirse de ello. Política y académicamente, por tanto, es importante estudiar con especial detalle el uso que le damos al concepto en torno al cual gira The Resurgence... Cabe resaltar, por lo demás, que esta discusión se inscribe en una larga conversación que se ha ido dando en los últimos años, referida al (así llamado) “resurgimiento de la izquierda en América Latina.” Curiosamente, agregaría, una mayoría de los autores que han participado o participan en dicha conversación reconoce y afirma la existencia de ese resurgimiento de la izquierda, aunque con matices significativos en cada caso (Arnson & Perales 2007; Arnson et al 2009; Cameron & Hershberg 2010; Levitsky & Roberts 2011; Leiras 2007; Madrid 2011; Petkoff 2005; Panizza 2005).[1]
Ser de izquierda
La discusión acerca de cuándo un partido político o un gobierno es de izquierda, y cuándo no lo es, sigue siendo relevante en buena parte del mundo. Sin dudas, lo ha sido y lo sigue siendo en América Latina: En los 60 fue común que se apelara al concepto para identificar a aquellos que estaban del lado de la revolución; en los 70 pudo ser relevante hablar de la izquierda para señalar a “los enemigos de la patria”; a fines de los 80 y 90 pudo serlo para referirse a quienes se habían quedado en el pasado (quienes no habían registrado “la caída del muro de Berlín”). Desde hace más de diez años, la categoría volvió a ganar atractivo y, otra vez, luego de mucho tiempo de desprestigio y forzado exilio, el concepto de izquierda adquirió connotaciones positivas dentro del uso cotidiano y común del lenguaje.
Las razones de este “regreso con gloria” del término son diversas. Por un lado, y luego de la debacle de 1989 en Berlín, buena parte de la izquierda pudo dejar de lado el pesado lastre de autoritarismo y opresión con que se la había identificado hasta entonces. Resultó claro, desde dicho momento, que ninguna persona de izquierda necesitaba justificar, ni podía defender en público, lo hecho por el viejo “bloque soviético”. Esto es decir, la izquierda pudo sentirse “limpia” de aquel pasado, ya que pasó a presumirse, desde allí, que si alguien defendía a la izquierda lo hacía repudiando, y nunca reivindicando, aquel pasado de abusos. Por los demás, hacia fines de los 90, América Latina comenzó a vivir otra debacle, pero en este caso de signo contrario: se trataba ahora del colapso de los programas de “ajuste estructural” (o “neoliberales”) que habían dominado la política de la región durante al menos una década. Aquellos duros programas de ajuste terminaron con altas tasas de desempleo, crisis social, protestas, la gente en las calles. El fracaso, en este caso, le fue atribuido a la derecha, que siempre había bregado por reformas de mercado y programas de restricción monetaria. En otros términos, de modo casi natural, el desprestigio de la derecha contribuyó a la reivindicación de los ideales que se le oponían (Arnold & Samuels 2011, 33). No se trataba, por lo demás, de una simple reacción frente a los “vicios” propios de los programas de ajuste: ocurrió también que los tradicionales valores asociados con la izquierda –valores de solidaridad, ayuda social, y prioridad para los más desaventajados- encajaban perfectamente con las necesidades del momento. El hecho es que aún hoy, luego de muchos años de la caída en desprestigio de los programas de “ajuste estructural” –escribo este artículo en el 2013- sigue siendo políticamente productivo y electoralmente atractivo presentarse en la vereda opuesta del “proyecto neoliberal,” invocando valores tradicionalmente asociados con la izquierda. Dicho esto, corresponde agregar que -más allá de la relevancia de la definición de “izquierda” en términos políticos y aún electorales- la discusión sobre qué modelos de organización podemos asociar con la izquierda resulta especialmente relevante para todos aquellos que, de un modo u otro, nos sentimos vinculados con esa tradición de pensamiento, y nos preocupamos por usos que estimamos impropios en torno a dicha categoría.
Justamente en razón de la dimensión y densidad política que, todavía hoy, muestra el debate derecha-izquierda, es que necesitamos cuidar muy especialmente los modos en que utilizamos términos tales. Por supuesto, es poca la intervención que puede tener la academia en relación con los usos que se hagan de tales conceptos en el habla cotidiana. Sin embargo, desde la academia tampoco necesitamos someternos a esos usos prevalecientes, ni mucho menos recogerlos del habla coloquial sin hacer una revisión crítica y fundada acerca del modo en que se los emplea. La academia tiene, en este sentido, una responsabilidad particular: a ella le compete hacer el máximo esfuerzo de precisión conceptual para enriquecer, en la medida en que sea posible, la discusión pública sobre la cuestión.
Razones como las anteriores llevan a que uno se acerque con gran expectativa al trabajo The Resurgence of the Latin American Left: El mismo promete brindar un panorama exhaustivo sobre el estado de la discusión en toda América Latina. El libro, por lo demás, no sólo aparece editado por dos muy competentes cientistas políticos -Steven Levitsky y Kenneth Roberts- sino que además incluye entre sus colaboradores a muchos de los más interesantes protagonistas de la ciencia política actual, dentro de aquellos que enfocan parte significativa de su trabajo sobre Latinoamérica. Dada la calidad de los autores que participan en la obra colectiva, son muchos los beneficios que podían esperarse de ésta, y muchos los beneficios que la obra asegura. En particular, el libro ofrece una gran oportunidad de conocer más en detalle la experiencia política de diversos países latinoamericanos, en estos últimos años, analizada no sólo por genuinos especialistas, sino además desde un punto de vista muy atractivo –un punto de vista relacionado siempre con cuestiones sensibles para el pensamiento de la izquierda: Matrices distributivas, perfiles productivos, programas de ayuda social, índices de pobreza y desigualdad, etc.
En todo caso, mi interés particular, al acercarme al libro, era otro, más conceptual. Me preocupaba saber cómo es que, en el libro en general, y luego en sus diversos capítulos, se había saldado la muy difícil cuestión definicional en torno de la cual giraba el texto. Para decirlo de un modo directo: me interesaba saber cómo es que se había saldado la discusión en torno al concepto político central del libro, el que organiza a toda la obra, esto es decir, el concepto de “izquierda.”
La inquietud con la que me acercaba a la cuestión no se relacionaba con la dificultad que puede existir para definir de modo preciso al concepto de “izquierda.” Más bien lo contrario: Dado que no considero que el definir a la izquierda importe una tarea exageradamente compleja, me generaba inquietud el hecho de que la obra se refiriera a un “resurgimiento de la izquierda” en América Latina. Cuál era el resurgimiento del que se hablaba? A qué izquierda estaban haciendo referencia? El riesgo era obvio: Considerar como englobados dentro de la izquierda a todos los gobiernos que vinieron luego de aquellos que habían sido responsables de los previos programas de ajuste. La alternativa resultaba por lo demás preocupante. Si bien podía ser entendible que desde el sentido común se quisiera denominar de “izquierda” a cualquier gobierno que rechazara la retórica de los fracasados ajustes estructurales, no parecía aceptable que la academia se plegara a dicho ejercicio. Entre otras cosas, tal movimiento implicaba el uso de una noción demasiado extraña del concepto de “izquierda”.
Sobre la definición de “izquierda”
La definición del concepto de “izquierda” que se utiliza en la introducción de The resurgence of the Latin American Left resulta, si bien elaborada, decepcionante. Ello así, en la medida en que reserva para la noción de “izquierda” un significado en tensión con su historia, ajeno a la tradición larga de la izquierda latinoamericana, demasiado apegado a un sentido común contemporáneo y superficial, y en el mejor de los casos muy incompleto. Ésta es la definición que los editores del libro emplean:
(El concepto de) Izquierda refiere a actores políticos que buscan, como un objetivo programático central, reducir las desigualdades económicas y sociales.[2]
Si bien ésta es la definición que se reserva para el término “izquierda,” Levitsky y Roberts aclaran luego el significado de lo dicho, con un párrafo extenso que sigue a continuación de la frase citada, y que resulta mucho más amplio e inclusivo que la definición inicial -llamemos a ésta la “definición ampliada”. Dicen ellos, entonces, que:
“Los partidos de izquierda buscan utilizar la autoridad pública para distribuir la riqueza y/o los ingresos hacia los sectores con menores ingresos, erosionar las jerarquía sociales y fortalecer la voz de los grupos desaventajados en el proceso político. En la arena socioeconómica, las políticas de izquierda procuran combatir las igualdades enraizadas en la competencia de mercado y en la propiedad concentrada, aumentar las oportunidades para las pobres, y proveer de protección social en contra de las inseguridades de mercado. Aunque la Izquierda contemporánea no se opone necesariamente a la propiedad privada o a la competencia de mercado, ella rechaza la idea de que pueda confiarse en las fuerzas no reguladas del mercado para satisfacer las necesidades sociales. En el ámbito político, la Izquierda procura aumentar la participación de los grupos menos privilegiados y erosionar las formas jerárquicas de dominación que marginan a los sectores populares. Históricamente, la Izquierda se ha concentrado en las diferencias de clase, pero muchos partidos de Izquierda, contemporáneamente, han ampliado ese foco para incluir las desigualdades basadas en el género, la raza o la etnia.[3]
La principal ventaja de la definición que utilizan los autores –definición que, corresponde decirlo, mejora a las que suelen utilizarse en la academia contemporánea- es que recoge ciertos usos habituales, muy extendidos, del lenguaje común. La gran desventaja es que, además de imprecisa, la definición permite que se acomoden dentro del campo de la izquierda algunos gobiernos que –tal como los autores reconocen, a lo largo de la obra- no desafían la propiedad privada; no van hacia el socialismo; no pueden considerarse siquiera social demócratas; no generan relaciones más igualitarias; concentran el poder; no democratizan la sociedad; asumen comportamientos autoritarios; persiguen a minorías; y para peor tienen poco que ver con la tradición de los partidos y programas de la izquierda, y muy poco en común con la historia del radicalismo político latinoamericano. Demasiados problemas, que a continuación procuraré explorar con algo más de detalle.
Objetivo programático: Todos los gobiernos son de izquierda
Que la definición en torno a cuándo un partido o gobierno es de izquierda gire tan centralmente en torno a si dicho partido ha tomado como “objetivo programático central” reducir las desigualdades sociales y económicas, implica ya un comienzo complicado. El criterio propuesto es impreciso, obviamente engañoso, además de ser a la vez sub-inclusivo y sobre-inclusivo.
Ante todo, dicho criterio genera problemas porque nos lleva a considerar que un gobierno no es de izquierda, a pesar de haber llevado adelante una práctica consistentemente adecuada a los ideales y valores de izquierda, sólo por el hecho de que, en su plataforma de gobierno original, dichos compromisos no aparecieran explicitado de modo claro. Claro está, alguien podría decirnos que una evolución ideológica semejante resulta algo extraña: Cómo puede ser que un partido de izquierda no reconozca dicho rasgo ideológico como propio, desde un primer momento? Sin embargo, dicho resultado es también perfectamente posible, y nadie querría privarse de llamar al gobierno del caso uno de “izquierda,” en razón de su impericia inicial, sobre todo si el mismo ha actuado, durante sus años en el poder, irreprochablemente a favor de los grupos más desaventajados. La evolución del caso podría ser el resultado, por ejemplo, de la decisión del líder de dicho partido, de “rebajar” o disimular sus convicciones izquierdistas, durante la campaña electoral, a los fines de no “asustar” a ninguno de sus potenciales electores, para luego, una vez electo, ejercer plenamente esas convicciones, desde su más alto cargo. Esta posibilidad resulta en verdad muy esperable a partir de la dinámica generada por sistemas híper-presidencialistas y partidos catch all, como los que distinguen a la Latinoamérica actual. Sin embargo, la definición de “izquierda” propuesta en The Resurgence nos llevaría a “sancionar” a dicho gobierno no calificándolo como uno de izquierda, en razón de las declaraciones programáticas realizadas antes de su llegada al poder. Problemas como los referidos nos hablan del carácter sub-inclusivo de la definición de “izquierda” que se utiliza en la obra.[4] Al poner un exagerado acento en las declaraciones programáticas realizadas antes de la llegada al poder, la definición de Levitsky y Roberts crea innecesarios obstáculos para considerar como de izquierda a un gobierno que ellos mismos, según entiendo, querrían considerar como tal.
Los problemas que enfrentamos ya desde el punto de partida, con esta definición, son numerosos, y bastante más amplios que los sugeridos. Ocurre que la definición del caso, tal como anticipáramos, no sólo es sub-inclusiva sino también, y al mismo tiempo, sobre-inclusiva. Y es que se trata de una definición que pone un peso indebido en el aspecto económico de lo que significa ser de izquierda, a la vez que reduce y modera de modo asombroso los que vendrían a ser los principios económicos propios del pensamiento de izquierda (volveremos sobre este punto más adelante). Ser de izquierda ya no requiere abolir la propiedad privada, ni desafiarla de modo significativo, sino sólo trabajar para la reducción de las desigualdades –una exigencia que (por lo que vemos en la práctica que se evalúa en el libro) resulta todavía más devaluada, ya que no va a significar mucho más que conseguir ciertas reducciones en términos de la pobreza existente. Un gobierno que consiga reducir en algo los niveles de pobreza presentes antes de su llegada al poder, ya pasa a calificar como –potencialmente- un gobierno de izquierda. En definitiva, nos encontramos con que -tal como los propios autores lo reconocen- la definición de “izquierda” que se utiliza en el libro resulta “necesariamente amplia” (ibid. 5).
De mi parte, considero que la definición que utilizan los editores es tan exageradamente amplia, que la misma se convierte en una muy hospitalaria para gobiernos y líderes políticos de los más variados. Ello así, al punto de que la misma permite incluir como de izquierda, sin mayores inconvenientes, a gobiernos que nadie consideraría como gobiernos de izquierda, tales como los de Vicente Fox en México (2000-2006); Álvaro Uribe (2000-2010); Alejandro Toledo (2001-2006); o Sebastián Piñera (2010-2014). Notablemente, todos estos presidentes pueden alegar –como lo han hecho- que su gestión de gobierno ha permitido reducir los altos índices de pobreza registrados en sus respectivos países, antes de su llegada. Todos los líderes citados cuentan con estadísticas que les permiten realizar, con algún grado de sensatez, afirmaciones auto-elogiosas en términos de lucha contra las desigualdades sociales existentes.[5] La cuestión, entonces, pasa a ser otra: conforme al parámetro propuesto, básicamente todos los gobiernos latinoamericanos que llegaron al poder después del 2000 son de izquierda. La pregunta que queda en pie, entonces, no es a qué gobierno podemos considerar de izquierda, sino cuál no lo es -cuál es el gobierno que durante dicho período se animó a actuar en conformidad con una agenda de derecha.
Imagino que a Levitsky y Roberts les debe parecer equivocada mi presentación. Ellos podrían tratar de rechazar las críticas anteriores a través de una de las dos siguientes estrategias: Mostrar que los gobiernos mencionados (Fox, Toledo, etc.) no cumplieron con las (débiles) exigencias impuestas por la definición de “izquierda”, en términos de desempeño económico; o mostrar que los partidos propios de los gobernantes citados no tenían como objetivo programático, antes de su llegada al poder, el de reducir las desigualdades existentes. Sin embargo, lamentablemente, ambas estrategias se encuentran destinadas al fracaso. Ello es así, en primer lugar, porque en los últimos años todos los gobiernos latinoamericanos tuvieron resultados bastante similares, en términos de reducción de la desigualdad y la pobreza. Todos ellos tendieron a reducir la pobreza de modo significativo, sobre todo en los primeros años del nuevo siglo; y todos ellos mostraron resistencias o dificultades mucho mayores para reducir la desigualdad, aún a pesar del crecimiento económico que, en general, experimentaron sus respectivos países.
En segundo lugar, el recurso al “objetivo programático” (como forma de dejar fuera de la definición de “izquierda” a partidos y gobiernos claramente conservadores) parece más prometedor, pero en verdad es incapaz de asegurar lo que nos promete. En efecto, los autores pueden querer apelar al (más bien extraño) recurso del “objetivo programático” para descalificar como de “izquierda,” y desde el punto de partida, a una diversidad de partidos y gobiernos. Sin embargo, cualquiera de los partidos citados más arriba (y que muchos consideraríamos de derecha) incluía en un lugar relevante, dentro de su plataforma, objetivos fuertemente igualitarios. El partido de Alejandro Toledo prometía, entre sus nueve objetivos centrales, el de “eliminar la pobreza extrema y la desigualdad”[6]; Uribe incluyó en su plan de acción inicial consideraciones muy claras referidas a los males generados por la pobreza extrema y la desigualdad, llegando a declarar una “guerra” directa contra la primera (algo significativo en un gobierno empeñado utilizar metáforas bélicas);[7] Fox aseguró que sus prioridades estarían encabezadas por objetivos como el de reducir la pobreza;[8] y Piñera se comprometió a luchar prioritariamente por terminar con la “pobreza dura”.[9]
En definitiva, el único sentido posible que podía tener el incluir la consideración de los “objetivos programáticos”, como condición esencial para definir a un gobierno como gobierno de izquierda, fracasa. El objetivo obvio era el de excluir de dicha definición a partidos conservadores, no comprometidos ideológicamente con valores igualitarios. Sin embargo, el resultado obvio, previsible, es el que acabamos de corroborar: en este tiempo, resulta demasiado sencillo y demasiado redituable colocar, dentro de la lista de objetivos programáticos de un partido, el de combatir la pobreza y la desigualdad. Lo difícil es encontrar algún partido que se anime a eludir tales ideales. La conclusión entonces es inescapable: la definición de “izquierda,” tal como está planteada en el libro, no sirve.
Levitsky y Roberts pueden intentar, de todos modos, una última y significativa vía de escape. Ocurre que, para ellos, y tal como lo aclaran en su texto, lo importante no es sólo que un partido proclame objetivos igualitarios (algo que, como vimos, hacen todos), sino que persista en ellos, una vez llegado al poder. En sus términos “consideramos como gobiernos de izquierda sólo a los partidos y políticos que retienen significativos aspectos de su plataforma, una vez que llegan al poder” (ibid., 5, el subrayado es mío). Otra vez, sin embargo, nos encontramos con un proviso que es prometedor, pero a la vez incapaz de ofrecer lo que anuncia. Y es que, como vimos, en determinadas coyunturas histórico-políticas, como la que atravesó Latinoamérica desde el año 2000, pareció resultar más difícil mantener o aumentar los niveles de pobreza que reducirlos. Ello así, dados los inéditos niveles de crecimiento económico que favorecieron a la región en tal período, gracias al “boom de las commodities” producido a comienzos del nuevo siglo 21 (“boom” que los propios autores califican como tal, y examinan con el debido cuidado, ibid., p. 10 y siguientes).
Se trata entonces que, a resultas de ese crecimiento económico extraordinario, todos los gobiernos de la región pasaron a ser gobiernos de “izquierda”? Como dijera Marcelo Leiras, sobre otro uso igualmente problemático del término “izquierda,” una conclusión semejante “se parece más a los preconceptos y equívocos propios de aquellos que lo proponen, que a la ambigua evolución de la política en la región” (Leiras 2007, 4).[10] En definitiva, lo que nos queda es la decepcionante conclusión según la cual, desde el 2000, básicamente todos los gobiernos latinoamericanos han sido de izquierda, lo cual significa vaciar de contenido al término “izquierda” y, por tanto, no afirmar nada más que una tautología.
Economía: Propiedad privada y reformas de mercado en el proyecto de izquierda
Concentremos ahora nuestra atención en el contenido económico de la definición de “izquierda” utilizada por Levitsky y Roberts (contenido que acompaña al requisito “programático” examinado en la sección anterior). Lo primero que conviene hacer, antes de entrar de lleno en dicho análisis, es llamar la atención sobre este solo hecho: el fuerte reduccionismo economicista que distingue a la definición de “izquierda” que los editores del libro proponen. Las muy modestas referencias que se incluyen sobre la política, en la “definición ampliada” que dan los editores sobre el término “izquierda” (políticas que buscan “erosionar las jerarquía sociales y fortalecer la voz de los grupos desaventajados en el proceso político”) desaparecen apenas la definición se echa a andar, al punto de tornarse referencias poco reconocibles en el texto que escriben, o referencias que resultan directamente dependientes de las políticas económicas que los gobiernos adoptan -así, por ejemplo, los grupos desaventajados ganan “voz” porque han mejorado su participación en la distribución del ingreso (volveremos sobre este punto más adelante). El hecho de que la definición propuesta por los editores –aún en su versión ampliada- resulta notablemente sesgada hacia lo económico, hasta el punto de reducir la política a la práctica insignificancia, parece ser reconocido –y compartido- por muchos de los autores que participan en la obra, y buena parte de la literatura que se ocupa de la cuestión. Por ejemplo, en su colaboración para el libro, María Victoria Murillo, Virginia Oliveros y Milan Vaishnav definen a la izquierda a partir de un concepto que “se enfoca en las políticas económicas”. De este modo, aclaran (y es importante subrayar esta aclaración) ellas pretenden mantenerse en línea con la definición que “Levitsky y Roberts presentan en la introducción de este volumen” (Murillo et al 2011, 53).[11] Por su parte, Robert Kaufman deja en claro que su análisis de la cuestión se limita a un análisis de la política “fiscal, monetaria y la tasa de cambio” (Kaufman 2011, 95). En su contribución para el libro, Kurt Weyland no da una definición precisa del término, pero lo asocia a políticas intervencionistas y proteccionistas (Weyland 2011, 72). Castañeda, en su polémico texto del 2006, insistía también con una definición básicamente economicista (Castañeda 2006, 30). Panizza, por su parte, asocia a la nueva izquierda con “un proyecto de desarrollo que combina políticas amigables con el mercado e inclusión social” (Panizza 2005, 101).[12]
Reconocido el punto anterior, referido al reduccionismo economicista con que se define a la izquierda, preguntémonos ahora, en primer lugar, qué contenido económico podríamos esperar, razonablemente, que incluya una definición aceptable del término “izquierda,” para luego compararlo con el contenido que se le atribuye en el libro.
Alguien podría sugerirnos, en este respecto, comenzar por Karl Marx. Después de todo, desde hace más de 100 años, los escritos de Marx constituyen un punto de referencia ineludible a la hora de pensar sobre el tema. En El Manifiesto Comunista hay una frase que ya es clásica, a través de la cual Marx propone sintetizar su visión sobre el tema. Allí se dice que “la teoría de los Comunistas puede ser resumida en una sola frase: Abolición de la propiedad privada.” Si tomáramos la definición y, sobre todo, el desarrollo que hacen de la idea de “izquierda” los autores convocados en The Resurgence…, nos encontraríamos con que esa sola línea marxista es ya por completo ajena al entendimiento que hacen todos los académicos invitados sobre lo que significa y ha venido significando ser de izquierda en América Latina. Ocurre que ninguno de los gobiernos que en la obra se consideran de izquierda ha abolido la propiedad privada. Lo que es mucho peor, ninguno de tales gobiernos se ha planteado dicho objetivo como un ideal regulativo; ninguno lo ha escrito en sus textos de propaganda ni lo ha hecho figurar en sus plataformas electorales.
Por supuesto, podría alegarse que esta aproximación al tema resulta tramposa, por el hecho de definir al proyecto económico de la izquierda recurriendo a Marx, en su descripción del comunismo: Si uno parte de la visión de Marx sobre el comunismo –podría decírseme- luego, no resulta extraño encontrarse con una definición exigente y extrema, capaz de descalificar a cualquier otra definición o práctica que se le ponga adelante. Sin embargo, las cosas no son tan diferentes si dejamos al comunismo y a Marx de lado, para utilizar, por caso, una definición más o menos común sobre lo que es el socialismo. Al mismo se lo ha podido definir, razonablemente, como “la doctrina según la cual la propiedad y control de los medios de producción –capital, tierra o propiedad- debe estar en manos de la comunidad como un todo, y administrada en el interés de todos.”[13] Si tomamos en cuenta esta definición, nuevamente, nada de lo que ha ocurrido en América Latina en los últimos años se parece a ello, ni lejanamente. Levtisky y Roberts reconocen el punto y señalan que aunque “todos los gobiernos de la nueva izquierda han apoyado políticas redistributivas, medidas regulatorias o derechos de ciudadanía social que van más allá de los prescriptos por la ortodoxia neoliberal, estas iniciativas no los han puesto en el camino del socialismo” (ibid., 20). Más precisamente, según los autores, “más allá de lo que pueda significar, el giro contemporáneo hacia la izquierda no significa una transición al socialismo” (ibid., 19).[14] Así también, admiten que la cuestión del socialismo se encuentra directamente “fuera de la agenda” (“off the agenda”) en la América Latina de hoy (ibid., 21).
Nuevamente, alguien podría decir que la operación en la que nos inscribimos es innecesariamente demandante. En definitiva, cualquiera puede entender que éste no es el momento del socialismo, pero a pesar de eso –podría agregarse- debemos reconocer, como lo hacen los autores del libro, que la región se ha movido decisivamente hacia la izquierda, en todo este tiempo. El problema con esta réplica reside, sobre todo, en sus implicaciones: si no es en vinculación con los ideales comunistas, ni en vinculación con los ideales socialistas, de qué modo vamos a definir los ideales económicos de la izquierda? Adviértase, en este sentido, que -como admiten Levitsky y Roberts- “aún para el caso de Venezuela, en donde el rechazo al modelo neoliberal ha sido más amplio (y en donde la retórica acerca del ‘socialismo del siglo 21’ ha sido más prevaleciente), los cambios en la propiedad y las relaciones estado—mercado, luego de una década de chavismo, permanecen demasiado lejos de los modelos históricos de socialismo” (ibid. 18).[15]
La pregunta que uno se hace entonces, es la siguiente: Si no nos queda, para la izquierda como proyecto económico, un cuestionamiento fuerte a la propiedad, qué es lo que nos queda? Obviamente, uno podría –debería- responder, nos queda un cuestionamiento fuerte a las políticas de mercado, y su reemplazo por otras políticas que no pongan su centro en el mercado. Pero no. Estamos también muy lejos de ello. Dicen Levitsky y Roberts en las conclusiones del libro:
Contra algunas expectativas provenientes tanto de la izquierda como de la derecha, los nuevos gobiernos de izquierda no enterraron el modelo de mercado. De hecho, y conforme a estándares históricos, las reformas socioeconómicas introducidas por los gobiernos de izquierda contemporáneos han sido bastante modestas. En la mayoría de los países de la región, los rasgos centrales del modelo de mercado, incluyendo a la propiedad privada, el libre mercado y la apertura a las inversiones extranjeras, permanecen intactos (ibid. 413, 415).[16]
Todo esto –agregan los editores- ha llevado a que algunos analistas concluyan sus estudios diciendo que “el giro a la izquierda ha hecho poco más que reforzar el modelo neoliberal”. Citan entonces a James Petras y Henry Veltmeyer sosteniendo que la izquierda ha sido “arrastrada al proyecto de salvar al neoliberalismo”; y al trabajo de César Rodríguez Garavito y otros, mostrando que algunos de los llamados países de izquierda (como Brasil, Uruguay o Chile) de ningún modo han presentado una “alternativa amplia al neoliberalismo” (ibid.).[17] Lo dicho es similar a lo sostenido (en diversos textos, y aún en su contribución a The Resurgence…), por Kurt Weyland, para quien la izquierda latinoamericana en el siglo 21 (tal como ocurriera con la izquierda europea, en el siglo 20), a servido para “salvar antes que para destruir el sistema de mercado” (Weyland 2011, 72).[18]
En definitiva, y tomando en cuenta el punto de vista económico, que es el predominante dentro de la definición de “izquierda” que dan Levitsky y Roberts, nos encontramos con que el término “izquierda” no implica la abolición de la propiedad; no implica alguna forma de comunismo o socialismo; no implica tan siquiera el desafío a la propiedad misma; y vemos ahora que tampoco implica un desafío a las políticas de mercado (¡!).[19] Más bien lo contrario, lo que vemos es que, según The Resurgence…los gobiernos latinoamericanos de izquierda nos refieren a administraciones que han contribuido al fortalecimiento, o al menos la continuidad –antes que el socavamiento- de las viejas políticas “neoliberales”, que alientan la concentración económica, y se basan en el respeto a la propiedad privada, el apoyo a la inversión extranjera, y las protecciones al libre mercado.
En todo caso, y para los propósitos de este trabajo, no necesitamos afirmar de modo contundente que todos los gobiernos latinoamericanos activos durante el nuevo siglo impulsaron consistentemente este tipo de políticas de continuidad con el viejo “neoliberalismo.” Nos basta con señalar que tanto Levitsky, como Roberts, como la mayoría de los autores que participan en The Resurgence (como muchos de los autores que han escrito sobre el tema, en los últimos años) participan de una visión injustificadamente economicista del término “izquierda,” e indebidamente estrecha y empobrecida respecto de lo que la izquierda propone, exige o lleva a la práctica, en materia económica.
Política: Conviviendo con la concentración del poder político
Conforme a lo dicho hasta aquí, considero que hay un error en trabajos como los de Levitsky y Roberts, que sobre-enfatizan el peso de los compromisos programáticos de la izquierda; a la vez que sobre-cargan su atención en las propuestas económicas de la izquierda, pero desde una lectura llamativamente complaciente o poco exigente en lo que hace a los contenidos de tales propuestas. Más allá de lo señalado, entiendo que uno de los problemas más serios de definiciones de “izquierda” como la que aquí examinamos, tiene que ver con el modo en que descuidan o menosprecian aspectos políticos fundamentales de la ideología de izquierda.
Según veremos, en su aproximación a la “política”, desde el concepto de “izquierda” que proponen, Levitsky y Roberts incurren en problemas que son paralelos a los que encontrábamos en su acercamiento a la “economía”, desde esa misma noción de “izquierda”: Por un lado, podemos presentar objeciones relacionadas con el lugar que la definición de “izquierda” elegida reserva al tema -demasiado espacio para la economía/ demasiado poco espacio para la política. Por otro lado, podemos objetar la sustancia del enfoque que se presenta sobre la “economía” o la “política”, desde la “izquierda” –una visión de la economía compatible con la economía de mercado/ una visión de la política compatible con la concentración de poder. Permítanmente adentrarme en este último punto con un poco más de detalle.
Ante todo, señalaría que la relación entre el concepto de “izquierda” y la “política” era la que más me interesaba examinar cuando me acerqué por primera vez a The Resurgence…Quería ver, sobre todo, de qué modo se conseguía calificar como de izquierda a regímenes de autoridad concentrada -de híper-presidencialismo sin consulta a la ciudadanía- que, más allá de sus invocaciones retóricas, burlaban en cada ocasión cierta la idea de la participación política del pueblo. Aquí es donde el uso del término “izquierda”, dentro del contexto del libro citado, resulta más decepcionante.
La dificultad del caso resulta todavía más evidente cuando The Resurgence…incluye artículos como el de Benjamin Goldfrank, que dejan en claro el serio fracaso o la falta de compromiso de la “nueva izquierda” regional, en términos de participación política. Estudiando los que son, a primera vista, los tres casos más interesantes en Latinoamérica, en términos de participación popular –los de Brasil, Uruguay, y Venezuela.[20] Goldfrank concluye su estudio sosteniendo que:
En los términos establecidos por los editores de este volumen, ninguno de estos casos de gobiernos de izquierda puede considerarse como implicando orientaciones radical democráticas al nivel nacional…Los intentos de profundizar la democracia en América Latina se encuentran en la actualidad limitados tanto por los defensores de las institutiones representativas, que resisten la introducción de instituciones participativas, como por aquellos más plebiscitarios, cuyos esfuerzos por controlar la participación terminan socavando tanto la pa democracia participativa como la representativa (Goldfrank 2011, 182-3).[21]
En definitiva, resulta difícil entender por qué es que, a la luz de evidencias como las que presenta Goldfrank a lo largo de su artículo, los editores y los distintos autores de la obra (incluyendo al propio Goldfrank) siguen hablando de gobiernos de izquierda en América Latina. De todos modos, el problema en cuestión, tal como anticipara, es uno que afecta a la definición que se utiliza en The Resurgence, pero también a la que utilizan muchos de los académicos que desde hace años escriben sobre el resurgimiento de la izquierda latinoamericana. Asumiendo una concepción fuertemente economicista, estos autores pretenden inmunizar a su definición de “izquierda” frente a las objeciones que podrían hacérsele por el modo acrítico en que la misma reconoce e incorpora a gobiernos basados en el verticalismo, el personalismo y el poder concentrado.[22]
De mi parte, me interesa defender una visión de la izquierda que, al mismo tiempo (y contra lo que se asume en el texto de Levitsky y Roberts), subraye la importancia de la democracia económica y la democracia política (o, en otros términos, critique tanto la concentración del poder económico como la concentración del poder político). Esta definición alternativa del término “izquierda” (definición que aquí simplemente propongo, sin intentar defenderla en detalle –tarea que dejaría para otra oportunidad) se vincula mejor, según diré, con los ideales y tradiciones del pensamiento de izquierda.[23]
En efecto, el doble reclamo de la izquierda, a favor –simultáneamente- de la democracia económica y la democracia política, resulta bastante evidente cuando uno recorre la historia de los partidos de izquierda en occidente.[24] Pensemos, por caso, en la historia de lo que se ha considerado comúnmente la izquierda europea (luego volveré sobre el caso latinoamericano, más relevante para los propósitos de este texto). El doble compromiso citado se advierte claramente en el famoso Programa de Gotha, adoptado por el naciente Partido Social Demócrata Alemán (SPD)[25] (German Social Democratic Party), en 1875, que incluía referencias a la “emancipación del trabajo” a través de la conversión de los medios de producción en propiedad común de la sociedad;[26] demandas por la creación de asociaciones productivas bajo el control democrático de los trabajadores;[27] y la “máxima extensión posible de los derechos y libertades políticas” (incluyendo el sufragio universal y secreto, la libertad de prensa y asociación, la educación compulsiva, etc.).[28] De modo similar, el programa del Partido Socialista Italiano, de 1892, proponía dos objetivos centrales: luchar por el mejoramiento de la vida obra; y luchar por la conquista de los poderes públicos, para impedir que ellos sigan siendo un instrumento de opresión y explotación de los trabajadores.[29] El Programa del Partido Socialista Obrero Español, de 1895, reclamaba en primer lugar que el poder político pasara a estar bajo control de la clase trabajadora, y en segundo lugar la transformación de la propiedad individual de los medios de trabajo, en propiedad común de la nación. [30]Esta doble exigencia de democracia económica y política se reconoce también en el Manifesto del Partido Socialista de Gran Bretaña, del 12 de junio de 1905, que definía al socialismo como “el establecimiento de un sistema social basado en la propiedad común y el control democrático de los intrumentos y medios para la producción y distribución de riqueza por y a favor de los intereses de toda la comunidad.[31] El Partido reconocía que “la historia pasada” enseñaba que la emancipación de clase debía comenzar por “la captura de la maquinaria política, esto es, del poder de gobierno”, para lo cual era necesario que los trabajadores se organizaran como un partido político.[32]
Teniendo en cuenta esta historia, lo que resulta extraño es que hoy nos acerquemos al concepto de izquierda dejando a un lado, ocultando o minimizando el valor que, sistemáticamente, la tradición de izquierda le ha otorgado a la democracia política (y, consiguientemente, desmereciendo su crítica a la concentración del poder). Según diré, de todos modos, el problema del caso resulta todavía más grave y preocupante, cuando pensamos al mismo a la luz de la historia latinoamericana.
Democracia política y democracia económica en la tradición de la “izquierda” latinoamericana
El hecho de que la definición de “izquierda” utilizada en The Resurgence of the Latin American Left sea una definición esencialmente económica, para la cual la concentración del poder político no representa un problema, resulta particularmente curioso, a la luz de la tradición de la izquierda occidental, y sobre todo teniendo en cuenta lo que podríamos llamar la “primera izquierda” latinoamericana. Y es que, desde sus orígenes, y al menos hasta bien entrado el siglo 20, las fuerzas más contestatarias, radicales, igualitarias, de la política latinoamericana fueron consistentemente defensoras de la democracia política, una defensa que llevaron siempre de la mano de sus reclamos por la democracia económica. A través de sus reclamos por la democracia política, dichas fuerzas de avanzada mostraron su oposición al proyecto político conservador –un proyecto verticalista, de autoridad concentrada- que tanto peso adquiriera en los años que siguieron a la independencia. Mientras tanto, a través de sus reclamos por la democracia económica, ellas se presentaron, fundamentalmente, en oposición al proyecto económico liberal, caracterizado por su anti-estatismo, su defensa de la libertad y la desregulación económicas, su complacencia frente a la concentración económica, y su descuido de la cuestión social.
Como ejemplos relevantes en dicho recorrido, podrían mencionarse las tempranas medidas dispuestas por el uruguayo José Gervasio Artigas, combinando iniciativas asambleístas con disposiciones económicas fuertemente igualitarias (reflejadas, por caso, en su notable Reglamento Provisorio);[33] los discursos asociacionistas y favorables a la democratización de la propiedad, de políticos como Juan Montalvo, en Ecuador (Montalvo 1984); o las notables demandas democratizadoras aparecidas en México desde el momento mismo de la lucha independentista -comenzando por los reclamos por la tierra de los “curas revolucionarios,” Miguel Hidalgo y José María Morelos, hasta llegar a las exigencias de democratización política y repartición de la tierra avanzadas por el liberalismo radical mexicano, en la Convención Constituyente de 1857 (Zarco 1957).
Ilustraciones como las citadas resultan consistentes con otras muestras paradigmáticas, que se encuentran en los primeros documentos relevantes de la historia política del radicalismo latinoamericano del siglo 19. Pensemos, por caso, en el (así llamado) “Manifiesto comunista chileno” –una misiva escrita desde la cárcel por el radical Santiago Arcos.[34] En dicho escrito, el activista chileno (promotor de algunas de las más importantes manifestaciones de protesta popular, ante el autoritarismo prevaleciente en su país) adelantaba fuertes reclamos de democratización económica (“quitar sus tierras a los ricos y distribuirlas entre los pobres….quitar sus ganados a los ricos para distribuirlos entre los pobres”), junto con otras demandas en pos de la democratización política (en las que colocaba a “cada ciudadano” como “legislador,” “ejecutor” y “jurado”). Junto a la declaración anterior podría mencionarse, también, al extraordinario manuscrito publicado por Francisco Bilbao en 1857, bajo el título El gobierno de la libertad, escrito en 1857. Allí, Bilbao –quien había participado, junto con Arcos, en los movimientos revolucionarios de 1848, en Francia- se pronunció a favor de un “gobierno de la libertad” al que asoció con exigencias por “la abolición de la delegación, de la presidencia…el ejército…los fueros” (Bilbao 1886, 279). La representación, sostuvo entonces Bilbao, es “esclavitud disfrazada de soberanía” (Bilbao 1886, 247; Bilbao 2007). [35] Bilbao defendía de este modo –como pocos doctrinarios de su generación- unos ideales de inspiración claramente Rousseauneana y jacobina, que acompañaba con insistentes demandas en pos de la justicia social (Examino estas iniciativas en Gargarella 2010 y Gargarella 2013).
Nadie resumió mejor este doble compromiso radical, a favor de la democratización política y económica, que el político colombiano Murillo Toro. Murillo Toro, responsable principal de la adopción del sufragio universal en Colombia, se ocupó de dejar en claro los vínculos que existían y debían existir entre la reforma política democrática (la radical expansión de los derechos políticos) y la reforma económica (dirigida a democratizar la propiedad de la tierra). Sostuvo el colombiano:
Toda reforma política debe tener por objeto una reforma económica, y si antes de querer realizar ésta planteamos aquella, corremos el riesgo no sólo de trabajar estérilmente, sino de desacreditar a los ojos del pueblo que no discute, el principio que queremos ver en obra...las formas políticas no valen nada si no han de acompañarse de una reconstrucción radical del estado social por medio del impuesto, y de la constitución de la propiedad de los frutos del trabajo. Qué quiere decir el sufragio universal y directo aunque sea secreto en una sociedad en que [muchos de los votantes] no tienen la subsistencia asegurada y dependan por ella de uno solo? (Murillo Toro,. 70).
Murillo Toro dejaba en claro, de ese modo, que el cambio en pos de una sociedad más igualitaria requería radicalizar (y no limitar, como empezaban a pedir algunos de sus colegas) los cambios políticos realizados, duplicando la apuesta: la democracia política debía pasar a acompañarse con cambios dirigidos a asegurar la democracia económica, esto es, las bases materiales del cambio político propuesto.
Dicho lo anterior, quisiera resaltar de modo especial la forma en que estos primeros radicales tradujeron sus reclamos por la democratización de la política en demandas decididamente anti-presidencialistas, incondicionalmente críticas de la concentración de la autoridad. El punto es especialmente notable, sobre todo cuando pensamos la cuestión desde el siglo 21, y vemos la facilidad con que se asocia a la izquierda con la defensa de gobiernos de autoridad concentrada.[36] Lo cierto es que, desde su propio nacimiento en América Latina, el pensamiento más radicalizado de la región se mostró inequívocamente contrario a esa concentración del poder y defendió la democracia política –y así una postura claramente anti-presidencialista- antes que la verticalidad política.[37]
La amplia difusión de estas demandas anti-presidencialistas no debieran resultar extrañas. No debe olvidarse que, desde las revoluciones contra España e Inglaterra, tanto en Latinoamérica como en los Estados Unidos, los grupos más radicales asumieron que el establecimiento de un Ejecutivo fuerte era un modo de volver a ser dominados por un monarca. Por lo demás, tales iniciativas ganaron fuerza especial, después de la independencia, y a partir del predominio de líderes de tan amenazadora presencia como Simón Bolívar. Bolívar, héroe de la independencia latinoamericana, fue también –y como muchos de sus pares- sinónimo de poder militar concentrado, dominio, orden rígido, unipersonalismo, presidentes vitalicios o senadores aristocráticos. Contra tales tendencias, algunos de estos grupos radicales propusieron medidas de las más diversas, que incluyeron, desde iniciativas extremas (el “tiranicidio”); hasta otras dirigidas a “poner en armas” a la población y así contrarrestar el peso de los caudillos locales (como lo hiciera el radicalismo colombiano); o aún reformas constitucionales radicalmente antagónicas con el presidencialismo prevaleciente (siendo paradigmática, en este sentido, la fuertemente anti-presidencialista Constitución Colombiana de Rionegro, 1863, impulsada por el “Olimpo Radical”).
A la luz de este tipo de compromisos radicales -que exigían la democratización política junto con la democratización económica; que ligaban la reforma económica a la democratización de la propiedad y la democratización política con el fin del presidencialismo y la concentración de la autoridad- llama la atención el modo en que la actualidad de la llamada “izquierda” regional –y, en lo que nos interesa, la academia que se ocupa del tema- simplemente le vuelve la cara a la tradición en la que dicha “izquierda” encuentra su origen.
Conclusión: Un concepto renovado, que debe ser resistido
A lo largo de este trabajo, presenté objeciones a la definición del término “izquierda” que se ofrece en The Resurgence…a partir de una diversidad de razones. Entre ellas, destacamos los problemas que aparecen cuando se asume una definición de “izquierda” que resulta directamente contradictoria con el tradicional compromiso izquierdista con la democracia política. Hicimos referencia, también, al problema de asociar a la izquierda con una concepción reduccionista en torno a la cuestión económica, y que para peor torna compatible a aquella con políticas de gobierno que han implicado graves procesos de concentración y extranjerización de la economía.
Un concepto de “izquierda” diferente del que se utiliza en The Resurgence…, que a la vez enfatice los tradicionales compromisos de la izquierda con la democracia política y la democracia económica, no sólo resultaría más afín a la tradición política izquierdista, sino también más respetuoso de la historia política de los movimientos radicales y contestatarios en América Latina. Una definición de este tipo, por lo demás, nos ayudaría a definir un ideal regulativo atractivo, a partir del cual contaríamos con herramientas para defender, tanto como para criticar, a gobiernos actualmente existentes (incluso frente a casos siempre difíciles para la izquierda, como el de Cuba). De ese modo, también, encontraríamos buenos argumentos para señalar, sin mayores problemas, por qué y en qué casos ciertos gobiernos latinoamericanos se acercaron más a los ideales de izquierda (i.e., el de Salvador Allende); o en qué sentido algunos gobiernos, más actuales, se movieron a la izquierda (en relación con otros que les antecedieron), sin convertirse por ello en gobiernos de izquierda.
En definitiva, para concluir este escrito retomando el argumento principal: la definición utilizada por Levitsky y Roberts en el libro que editan no puede sino ser resistida por la tradición de pensamiento de izquierda. El concepto que ellos utilizan no complejiza ni problematiza saberes acumulados por el pensamiento de izquierda, sino que simplemente desplaza tales saberes o los relega al olvido.
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